...porque entre las idas, venidas y avenidas, mejor ser luz ida que lúcida.

La Couteau 28


Me siento antisocial, no tengo computador.

Veía la hora sin descifrar el tiempo exacto: son las 8, ¿de la mañana o de la noche? ¿Todavía no amanece o soy yo quien recién se está despertando? No hay ruidos cerca, no hay ruidos en las máquinas. Pego mi mirada al vidrio gélido y veo ahí, justo frente a mi nariz, justo más allá de los árboles sin hojas y un recuerdo de primaveras: la luz, la constante luz, que siempre brilla, que no deja de ser tan fría.
Mi respiración está agitada, entrecortada, como las comas de frases incompletas, llenas de pausas, como queriendo aspirar más, como queriendo expirar menos, un calor que falta, una nariz congelada, la tos de una gripe incómoda –¿o incomodada con mi cuerpo?
Ah, mis padres tampoco hacen ruido y la nueva mascota está encerrada en su habitación, pieza de una carta perdida y que creyeron encontrar. El sentimentalismo de mi madre, la sudoración de la sangre y la eterna revolución, como si la cortina de hierro no hubiese dejado el hielo igual.
No es chiste ser mayor, paren mi reloj por favor.

La calefacción no está prendida. Sobre la mesa hay un térmo de té de salvia con miel, un libro prestado sobre fascismo y comunismo y el cómic de Sin City sin una página.
Hoy nevó una vez más, el cielo no se diferencia del suelo y no sé por qué aprendo francés.
Hoy es un día de adolescencia, el post-punk todavía no ha nacido, no importa saber quién soy, ni de dónde vengo ni pa’ dónde voy.

"La injusticia es un plato que se sirve frío", dijo la cita cinematinal.

La Couteau 27



Lettre d’amour.

Cuando el Justiciero allanó el hogar dulce hogar temporal de la Couteau una vez más sin encontrarla -claro está- y descubrió el papelero lleno de papeles, comenzó a hurgar buscando alguna pista que lo pudiera dirigir, mas no digerir, hacia la obsesión -su obsesión- que siempre se resbalaba de sus manos. El papelero tras vaciarse no dio más luces que las boletas de la panadería, la licorería, el biomarkt y el ciber-café aledaños al lugar. El Justiciero se echó en el piso, un poco confundido, un poco decepcionado, y un suspiro le mostró lo que antes no había visto: una carta arrugada que estaba al lado del papelero como no queriendo ser botada,
pero igual
desecho… 
 
Te escribo desde una vista envidiable... Una hora en que el polvo solar cae deshecho entre la multitud de contemplantes y contemplados. A pesar de todo, éste es un momento para detenerse y observar, con cierta quietud o cierta maravilla, esperando a que caiga la noche y seguir transcurriendo.
Te escribo desde el rincón en el que suelo abandonarme al igual que ese crepúsculo que cada tarde observo y no quiero evitar: la monotonía de un día que pasa, la reiteración de un tiempo que se va. Daría lo que fuera sólo para despedirme una vez más de ti, pero no puedo. Tengo el mismo miedo de cuando estaba contigo, el miedo a que te rieras de mí no por mi absurdo, sino por burla de aquello que es mi absurdo: amarte.

El Justiciero con manos temblorosas hace una pausa en su lectura, se seca un lacrimal y contempla el ocaso que comienza a extenderse con su soleada languidez y la extrema ausencia de calidez.

Mientras el crepúsculo cae con fulgores de luces de yodo encendidas, te hablo desde mis recuerdos y la actualidad que experimento. Me enamoré de ti. Me enamoré de tu azento, de tu rostro de pregunta, de tu afición a los objetos usados, de tu manera tan hábil de escupir. Tenías una mirada tan nítida.
Recuerdo los comentarios de la gente: “¡pero cómo! ¡alguien que habla tan raro!”
Yo no respondía. Nadie me creía. Posiblemente tú tampoco. Pero no importa, no se necesita dar una prueba de decencia de aquello que es tan verdadero, el único gesto es creer o no. Yo sólo envidio la soga que te acarició por última vez y escuchó tu último respiro. Mi daga está mellada sin tu humor; nadie la hace bailar como tú lo sabías hacer.

El Justiciero hace otra pausa en su lectura y se suena las narices. Saca del bolsillo oculto una foto de paparazzi, donde contempla a Vanja empuñando la daga y su baile antes de la herida. El Justiciero se siente melancólico.

Ya es noche. Buen viaje, querido. En algún lugar de nuestros confines, nos volveremos a encontrar desde aquí hasta el fin del mundo...

Tu Cuchilla.”
Una melodía se escucha en el recuerdo, un canto de danzas y redobles.
Sin ser luna de miel, los asesinos cantan otra vez:
«Je suis malade,
donnez moi le couteau»