...porque entre las idas, venidas y avenidas, mejor ser luz ida que lúcida.

La Couteau 18



Clara Rockmás había tenido una vida de telenovela.

Primero creció en una casa de ensueños, con jardines amplios, sirvientes y la suficiencia que el dinero siempre puede dar. Solía correr animosa y revolcarse de gusto en ese pequeño bosque que tantas fantasías le causaba. Era una fiel apasionada de Caruso y cuando escuchaba su voz de tenor italiano extasiado, Clara no podía evitarlo y dramáticamente se ponía a llorar. Su educación había sido de excelencia, hablaba más de un
idioma e incluía el alfabeto para sordomudos, las señas del semáforo y el morse para enviar esos telegramas -bromas gastadas en cualquier programa de televisión malo- con los que creía divertir a todos. Clara aprendió a tocar el theremin, además de hacer sonar el triángulo, el vibráfono y sostener el diapasón con sus dientes mientras afinaba su teclado Casio.
Clara Rockmás era hija de la música concreta y la primavera de Stravinsky. Vivía en la jaula de su padre llamado John acompañado de su madre -las notas atonales- y su perro Duchamp. Todo era un perfecto cuadro vanguardista donde nada se entendía, pero cada quien se inflaba diciendo que era puro aire conceptual.

Un día vio una película que la dejó paralizada y trastocó su cerebro. Creyó que las
criaturas celestiales venían realmente del cielo y sintió iluminada su convexa realidad. Decidió ser un personaje y adoptó la personalidad desdoblada de Juliet Hulme. Experimentó dulces de colores y flotó con elefantes bailarines. Iridiscente, el paisaje neozelandés lo rellenaba con figuras de cartón y piedra animada, armaba castillos de tekno y Orson Wells era el toque del diablo. Tuvo una gran amiga, de quien creyó enamorarse a sus 15 años, planificó el asesinato de sus padres y sólo el traslado a los Alpes Suizos se lo impidió.
Entonces, dióse cuenta la pequeña Clara que su papel bastaba para ser la discapacitada en silla de ruedas que veía a Heidi loreléi-hi-hú rodar por pastizales setenteros hechos de acuarela y otras infantiles manchas. Ahí respiró purezas libres de palabras, tañó cuerdas de un arpa artesanal y aprendió a leer el lenguaje de la naturaleza.
Pasada su adolescencia y con impulsos largo tiempo reprimidos volvió a la urbe y se encontró con el espíritu post-punk. Las horas de ópera, ensoñación y bucólicos poemas octosilábicos habían quedado ya bajo la bomba de nitrógeno. Ella era la amante de un robot apocalíptico. De entre las cenizas se levantaba una nueva sociedad con un corazón quebrado. Su tarea era reconstruir las ruinas que quedaban y evitar que la invasión de esas réplicas humanas contagiaran al resto con su enfermedad: el deseo de superación.
Clara fue guerrera interespacial en su propia tierra y cayó en depresión. Desde entonces siguió los pasos de un borracho, recogiendo de vez en vez y de cuando en cuando las colillas que encontraba; fumaba y las volvía a escupir.
Su nombre cambió, su figura también y tuvo una vida no-light hasta que
no entendió lo que alguien le pidió.

“…I've seen things you people wouldn't believe.
Attack ships on fire off the shoulder of Orion.
I watched C-beams glitter in the darkness at Tan Hauser Gate.
All those moments will be lost in time like tears in rain.
Time to die…”

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