Gimnasio
de tensiones.
Las
miradas esforzadas, los músculos tensos, el espejo que transpira,
las piernas se levantan,
“uno-dos-tres
y...”
Los
ojos no demuestran más que un objetivo; las respiraciones se ahogan
en su propio calor.
No
importa cuánto falte. Hay que seguir. El ruido bombeando los
tímpanos. El ritmo desnudando el ansia,
“uno-dos-tres
y...”
La
Couteau se esfuerza, se quiere convencer de que puede llegar al
final.
La
Couteau se ríe de sí misma.
Un
momento de perplejidad, la gota que suda el vidrio se detiene; el
punchi-punchi se dilata en una gota congelada. Todos quedan con una
parálisis facial y sus brazos y piernas en una formación chistosa.
¿Qué
estoy haciendo?
¿Qué
importa un cuerpo a
tono
si después quedaremos átonos?
¡Qué
feo es este gimnasio!
“uno-dos-tres
y...
Usted
no entendió lo que yo le pedí” ¡ZAS!
Miradas
de perplejidad, la profesora sangra desde su antebrazo y cae en una
figura más ridícula que antes.
La
Couteau se estruja la transpiración bajo sus largas pestañas, se
limpia los ojos de esas imágenes gimnásticas y se retira al
camarín.
Una
sombra oculta tras la puerta sujeta un cigarrillo sin encender y sin
fumar. Espera a que La Couteau salga de la ducha y, mientras, repasa
esa jugada donde su taco envió la bola 8 a la bucha del centro y
mató la partida.
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